Un maestro en sabiduría, el sofista Protágoras, se encargó de enseñar a un joven todos los recursos del arte de la abogacía. El maestro y el alumno hicieron un contrato según el cuál el segundo se comprometía a pagar al primero la retribución correspondiente en cuanto se revelaran por primera vez sus éxitos, es decir, inmediatamente después de ganar su primer pleito. El joven cursó sus estudios completos. Protágoras esperaba que le pagase, pero su alumno no se apresuraba a tomar parte en juicio alguno. ¿Qué hacer? El maestro, para conseguir cobrar la deuda, lo llevó ante el tribunal. Protágoras razonaba así: si gano el pleito, me tendrá que pagar de acuerdo con la sentencia del tribunal; si lo pierdo y, por consiguiente lo gana él, también me tendrá que pagar, ya que, según el contrato, el joven tiene la obligación de 'pagarme en cuanto gane el primer pleito.
El alumno consideraba, en cambio, que el pleito entablado por Protágoras era absurdo. Por lo visto, el joven había aprendido algo de su maestro y pensaba así: si me condenan a pagar, de acuerdo con el contrato no debo hacerlo, puesto que habré perdido el primer pleito, y si el fallo es favorable al demandante, tampoco estaré obligado a abonarle nada, basándome en la sentencia del tribunal.
Llegó el día del juicio. El tribunal se encontró en un verdadero aprieto. Sin embargo, después de mucho pensarlo halló una salida y dictó un fallo que, sin contravenir las condiciones del contrato entre el maestro y el alumno, le daba al primero la posibilidad de recibir la retribución estipulada.
¿Cuál fue la sentencia del tribunal?
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