El calendario gregoriano, que celebró su cuarto centenario en octubre de 1982, todavía funciona bien. De hecho, funciona tan bien que sólo hasta cierta fecha del año 4316 tendrá un día de error.
El problema estriba en que Dios, cuando realizó la Creación, no contaba con relojes digitales; por eso, en la actualidad el año dura 365.2422 días. Esto deja cada fin de año una cantidad insignificante de tiempo adicional. Como tampoco Julio César tenia relojes digitales, fue notablemente bueno el trabajo que realizó su astrónomo Sosígenes en el año 46 a. de C., al calcular un año de 365 días con seis horas: sólo se gana una semana cada 1000 años. Esto fue perfectamente adecuado para los antiguos, que se levantaban y acostaban con el sol, pero no para los melindrosos cristianos, que se preocupaban profundamente porque la Pascua se celebrara en la fecha correcta.
Cuando el papa Gregorio XIII afrontó el problema, el calendario juliano tenía diez días de atraso. Así pues, la medianoche del 5 de octubre de 1582 el Papa declaró que el día siguiente sería el 15 de octubre. Esto devolvió el equinoccio de primavera al 21 de marzo y los campesinos no se inmutaron por ello.
Desde mucho antes, Inglaterra había empezado a desconfiar de estas triquiñuelas papales; en consecuencia, no se dignó aceptar el calendario gregoriano sino hasta 1752. Pero de ninguna manera fue la última que abandonó el Antiguo Almanaque del César. Rusia no aceptó el gregoriano hasta 1918, después de su Revolución, y al parecer fue Grecia la última nación europea que lo aceptó, en 1923.
El calendario gregoriano tiene imperfecciones, desde luego, aunque los astrónomos papales de 1582 conocían la duración del año con una aproximación de segundos. Ellos concibieron el artificio del año bisiesto, modificado después para excluir tres de estos años cada cuatro siglos: tal vez usted ya ha olvidado que 1900 no fue año bisiesto. No obstante, el sistema es asombrosamente preciso: a partir de 1582 sólo tenemos 2 horas con 49 minutos de error.
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