Los métodos han variado, pero el fin siempre ha sido el mismo: conquistar
Uno mañana, cuando la escritora Susan Rabin conducía por una autopista de Estados Unidos, un coche realizó un peligroso rebase. Susan levantó las manos, irritada. El conductor de un Mercedes que circulaba a su lado le sonrió, compartiendo su enojo. Al llegar a la caseta, Susan pagó por los dos. En el siguiente control, el dueño del Mercedes hizo lo propio y dejó una tarjeta para ella. La escritora le llamó días más tarde: "Espero ser la pasajera del Mercedes dentro de poco", fue su frase de presentación.
Ligar es establecer contacto, romper la barrera de hielo, penetrar en la órbita de alguien desconocido. Y cuanto más inesperada y original sea la forma de hacerlo, más eficaz resulta.
Pero en esto de la conquista, como en casi todo, cada época ha tenido unas costumbres y unas normas que había que cumplir rigurosamente. Una de las más antiguas consistía, precisamente, en no ligar. Ya se preocupaban de hacerlo los padres del chico y los de la chica, quienes elegían la pareja más adecuada para su vástago según sus intereses... Entre los que, por supuesto, no se encontraba el amor. Esta costumbre, se mantiene intacta en numerosos países del sur de Asia, en los que el matrimonio se suele concertar cuando los miembros de la pareja son niños. Gandhi (1869-1948) fue prometido tres veces —dos de las candidatas murieron—; la última de ellas, a los siete años. Se casó con su prometida, Kasturbai, a los trece.
LA FUERZA DE LA PASIÓN
Pero ya desde el principio de los tiempos se buscaban alternativas para no cumplir las imposiciones paternas. Algunos optaban por métodos expeditivos, como el rapto. Si un hombre veía a una mujer que le gustaba, la tomaba por la fuerza y se la llevaba sin contemplaciones. Fue lo que sucedió con Helena, esposa de Menelao, cuyo rapto por parte de Paris desencadenó la guerra de Troya.
A veces, incluso se organizaban operaciones especiales destinadas a secuestrar mujeres. De ello da testimonio el mítico rapto de las sabinas, llevado a cabo por los primeros romanos con su rey, Rómulo, a la cabeza.
Mostrar la fuerza y el poder ha sido otro de los métodos originarios de ligue. En Nueva Guinea, cuando un joven deseaba conquistar a una chica saltaba atléticamente ante ella o adoptaba actitudes guerreras. Como respuesta, la joven grababa dibujos en una corteza de árbol y se la enviaba a su amado: la relación había comenzado. Los hombres de la tribu etíope de los bashada siguen conquistando a sus mujeres de esta manera, y en todo Occidente fue y es una costumbre entre adolescentes exhibir músculos y dibujar corazones flechados en la corteza de los árboles.
AMORES COMPARTIDOS
En los poblados masai de Kenia y en lo bantúes del Congo les facilitan mucho las cosas: basta con visitar a un amigo casado para que este se vea obligado a ponerles en brazos de su mujer.
También tenían mucho adelantado los peregrinos que llegaban a Babilonia, donde estaba decretado que toda mujer, antes de casarse, debía prostituirse una vez con un extranjero en el templo de Mylitta (Venus). Por otra parte, la mayoría de los templos de la Antigüedad disponía de burdeles anexos, en los que había prostitutas sagradas, que fueron las predecesoras de las cortesanas.
Tanto en Grecia como en Roma, si se quería ligar, el mejor sitio para hacerlo eran fiestas como las dionisíacas y las bacanales. Incluso en las celebraciones de Bona Dea, de las que supuestamente estaban excluidos los hombres, se les buscaba con auténtica ansia. Juvenal (55-138) lo explicaba de este modo: "Si duerme el amante, se manda que cada una lo despierte; si no lo encuentra, se recurre a los esclavos; si no aparecen esclavos, se paga a un aguador; si no se encuentra éste y aún faltan hombres, no vacilan en echar mano de un asno".
Para quienes prefirieran técnicas más discretas de conquista, el poeta Ovidio ofrecía todo tipo de consejos en su tratado El arte de amar: “Liga en el circo. Si por casualidad sobre el seno de la mujer cae algo de polvo, debes sacudirlo delicadamente con tus dedos; y si no hubiera polvo, obra como si lo hubiera".
CELESTINOS Y ROMÁNTICOS
Con el cristianismo, los procedimientos cambiaron y se hicieron más tortuosos. Dada la separación existente entre hombres y mujeres, se hacía necesario aprovechar todas las oportunidades, por escasas que fueran, para estar juntos. Es lo que hizo Abelardo (1079-1142) cuando, debido a su fama como brillantísimo académico escolástico de intachable moralidad, el canónigo Fulberto le encargó la educación de su sobrina Eloísa.
Abelardo, sin embargo, tenía otros planes muy diferentes: "Bajo el pretexto de estudiar, nos entregamos enteramente al amor. Intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros". Pero no siempre había ocasiones tan claras, y algunos se veían obligados a aceptar a terceros con apariencia respetable, para que pudieran entrar en casa de la amada o el amado sin despertar sospechas y transmitirle sus intenciones.
Otro método de ligue fue el que inventó el amor cortés o trovadoresco, que se extendió por toda Europa desde los siglos XI al XIII
EI pretendiente elegía a una dama —por lo general inalcanzable, como una mujer casada o de alta alcurnia—y, sin decirle una palabra, se ponía a su servicio, la rondaba y encomendaba a ella las acciones que ejecutaba. Su amor iba pasando por diversos grados, desde el tímido al suplicante y al tolerado, hasta llegar al último, el de drutz, o amante perfecto. Sólo en este grado podía haber relaciones físicas.
Pero como es fácil imaginar, no todos los trovadores eran tan románticos. Guillermo IX de Aquitania, además de bebedor y pendenciero, era un impenitente galán.
TIEMPOS "MODERNOS"
Y así, entre amores utópicos y pasiones desenfrenadas, llegamos a los siglos XVI y XVII. Se pusieron de moda dos danzas licenciosas a cuyo son ondulaban sus caderas algunas mujeres en una reproducción mimética de la cópula. Las bailarinas provocaban a los hombres, que respondían con nuevas provocaciones... Al final, las danzas fueron severamente prohibidas y quienes continuaban bailando se arriesgaban a ser arrestados, azotados o enviados al exilio.
En esta época, sin embargo, la mayoría de las féminas vivían encerradas bajo siete llaves. Su falta de libertad y la ocultación de su cuerpo llegaba a tal punto que un mero pie desnudo alteraba hasta extremos increíbles. Para no tentar al diablo, se encerraban para calzarse, y los vestidos llevaban dobles faldones, para ocultar sus zapatos al sentarse.
Pero el amor siguió su curso, y los amantes buscaron nuevos métodos para comunicarse. El abanico, extendido por Europa durante los siglos XVII y XVIII, se convirtió en protagonista de un lenguaje secreto del que familiares, tutores y carabinas quedaron excluidos. Aprender su lenguaje llevaba unos tres meses, y las jóvenes se pasaban horas practicando.
Uno de los pocos lugares en los que la mujer gozaba de libertad era la corte. Los propios padres preparaban a sus hijas para que supieran satisfacer a los hombres en todo; incluido, evidentemente, el aspecto sexual. Era el mejor método para ascender en la escala social, y las jóvenes lo sabían. Verónica Franco (1546-1591), famosa cortesana veneciana, llegó a decir de sí misma: "Tan dulce y apetecible soy cuando me encuentro en la cama con aquel que me ama y me recibe, que nuestro placer sobrepasa todo deleite".
Los salones fueron escenarios de flirteos entre mujeres y hombres de talento, aristócratas y poderosos. Las relaciones sexuales no estaban excluidas; al contarlo, las saloniéres que se negaban a mantenerlas eran criticadas sin piedad. Uno de los más famosos era el de la cortesana Ninon de Lenclos (1620-1705).
SUICIDIOS Y PAÑUELOS
Ya en el siglo XIX, en pleno Romanticismo, triunfó el héroe audaz y temerario, y las formas de ligar se pusieron en consonancia. Fingir que uno se jugaba la vida por la amada era un recurso que no fallaba. El escritor y político Benjamín Constant llegó a tragarse un frasco de opio para llamar la atención de la quinceañera Jenny Pourrat. Él sabía que la cantidad no era suficiente para matarle, pero el método tuvo éxito... al menos con la madre de la chica, que se abalanzó hacia él para salvarle.
Las jóvenes tampoco se quedaban cortas a la hora de buscar una excusa para hablar con su amado. Uno de los métodos más populares consistía en dejar caer el pañuelo cuando el pretendiente estaba cerca. El chico recogía el pañuelo y se acercaba a entregarlo, una excusa perfecta para romper el hielo. Tanto se abusó de este recurso, que los hermanos Marx lo ridiculizaron en Los cuatro cocos (1929): una mujer coquetea con Harpo y deja caer su pañuelo. Harpo lo recoge, pero en lugar de devolvérselo, lo guarda. Ella, atónita, se ve obligada a preguntar: "¿No se me ha caído un pañuelo por aquí?"