¿Tiene alguna función la cerilla de las orejas?

El cerumen, también conocido como cerilla, es una sustancia amarillenta y pegajosa que se produce de forma natural en el conducto auditivo externo. Su función principal es proteger el oído interno de agentes externos como polvo, suciedad, insectos pequeños y microorganismos. Además, ayuda a mantener la humedad adecuada y facilita la autolimpieza del conducto auditivo al atrapar las partículas y luego desplazarlas hacia el exterior. Generalmente se elimina de forma natural con los movimientos de la mandíbula al hablar o masticar, por lo que no es necesario retirarlo constantemente por medios externos, a menos que cause problemas o lo indique un profesional.

Todo lo que necesitas es... a los Beatles

En el rincón nostálgico de mi ser, reside la certeza arraigada como un legado sagrado: soy un Beatlero por herencia, aunque desdeñe el término "Beatlemaniaco". Un nexo consanguíneo me une a las melodías tejidas por el cuarteto de Liverpool; un lazo indeleble transmitido por la cronología misma de mi linaje, pues mi padre, contemporáneo de aquel mágico fenómeno musical, erigió las bases de mi devoción hacia ellos.

Sin embargo, curiosa ironía, el santuario digital en mi bolsillo se abstiene de albergar sus arpegios. Mi dispositivo, una arca moderna de 32 gigabytes, podría bien acoger toda la panoplia discográfica sin agobio alguno. No obstante, tal tesoro sonoro descansa en los éteres, esperando avistamientos en el éter radiofónico o el fugaz paso de un vehículo que entona las tonadas como secretos susurrados al viento. Confieso, a pleno corazón, que cuando la digitalización condena mis vinilos beatlesianos al enclaustramiento binario, entono las melodías con el fervor del primer encuentro. No obstante, al cabo de los días, selectivo en mi melomanía, el botón "siguiente" se convierte en mi confesionario.

Las páginas del tiempo revelan que en algún recóndito rincón de una revista, no marcada por las notas musicales, hallé un editorial que desafiaba la santidad artística de los Beatles. En los albores de mi fanatismo inquebrantable, la mordaz opinión hirió como saeta en mi pecho. Ah, pero un alquimista de la tinta aquel autor se convirtió, desvelando la verdad de que mi afinidad no abarcaba cada sinfonía gestada por los ilustres británicos.

Los anales de mi memoria desenrollan los pergaminos de los años en los que la digitalización aún era una quimera inalcanzable. Un esforzado ingenio orquestaba mis jornadas, aguardando programas radiofónicos dedicados a los Fab Four. A la caza de sus acordes, mis dedos danzaban sobre el botón de grabación en una danza ritual. Mas, la calidad sónica no ascendía a cimas exquisitas; el estrépito metálico del vehículo paterno trascendía las limitaciones de mis artilugios analógicos. Con tesón, trenzaba una extensión eléctrica hasta la cochera, donde los susurros automovilísticos se tornaban cánticos apresados por mi tosca grabadora gris.

Bendita sea, pues, la era digital.

Una jornada atestigua mi égida personal: en un mercado fugaz, los tesoros ocultos susurraban su encanto. Un vinilo acetato, original yacimiento de los Beatles, yacía ante mí, por mí hallado. Cinco dólares apenas escanciados por tal joya de la historia musical. Pero el destino tejía artimañas monetarias, y un usurero ofertó al vendedor cien dólares, eclipsando mis propias monedas de honor. Así, los billetes alzaron su voz sobre el arte y mi empeño, sentenciando la partida.

La alquimia del milenio cambió la partitura de mi vida. Con una tarjeta iTunes entre los dedos, las piezas que cimentaron mi amor fueron mías. No obstante, las letras "Android" se empeñaron en eclipsar la manzana, relegando mis acordes a los momentos en que el iPod acaricia mis oídos.

Oh, el devenir de los años confiere capas de nostalgia, como hojas prensadas entre las páginas de la memoria. Las versiones VHS, DVD y Blu-ray de Star Wars desfilan en mi estante, una danza cambiante de tecnologías donde el alma de la epopeya permanece inalterada. De similar suerte, el repertorio beatlesiano mora en distintos formatos, desafiando al tiempo y al hastío. En el principio, si los bits hubieran sido el conducto de adquisición, las monedas no habrían fluído en tal profusión.

No obstante, acato el dictado de los eones.

La Antología completa, epopeya delirante de los acordes míticos, apenas rozó mi visión, entorpecida por los vaivenes de la vida. Los días se erigieron en muros ante mi intento, y el eco del pasado se desvaneció en la bruma. Ah, pero aguardo el regreso de aquella sinfonía televisiva, en el firmamento de las transmisiones.

En un instante suspendido en el viento, la voz de Jacobo Zabludowsky atravesó mi ser, portadora de lúgubre nueva: la partida de Lennon. Un tejido en mis pensamientos me convenció, erróneo, de que las tonadas solistas eran ecos de los Beatles.

Y, como los acordes que el viento arrastra en la noche, Paul McCartney alzó su voz en el Distrito Federal, un concierto virtual que mi hogar abrazó. Bocinas reverberaron y un monitor se convirtió en escenario, reverberando a través del cristal líquido el fulgor de la nostalgia en vivo.

Estampas silentes cuelgan de mis muros, esperando el eco de la añoranza. Un regalo a mi amada, una camiseta cubierta por la portada de un disco mágico, y tesoros menudos, llaveros y cartas dispuestos como guardiantes de un relicario sonoro. Yo, un devoto incuestionable, un adepto al coro de las estrellas.

La trama vital se ríe, entrelazando hilos y derroteros, pues ninguno de mis hijos sigue la senda beatlesiana. El eco del pasado quizá aguarda en el crisol de futuras generaciones, un latido inesperado, el coro resonante de un nieto que teja un nuevo compás.

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