Segunda parte
Ni cuando el Lunik II soviético llegó a la Luna en 1957, ni cuando el astronauta estadounidense Neil Armstrong puso un pie en el satélite, el 21 de junio de 1969, la URSS o los Estados Unidos tuvieron la más mínima intención de reivindicar la soberanía sobre aquél inhóspito territorio. Se conformaron con colocar la clásica banderita. Pero no habría sido lo mismo, si en Naciones Unidas no se hubieran ocupado del tema, cambiando revolucionariamente el Derecho Internacional y la historia de la humanidad con un par de resoluciones: las 1721 y 1962.
De la ONU también surgió la fuente jurídica más importante del Derecho Espacial, el Acuerdo sobre Investigación y Utilización pacífica del Espacio (19-12-1966), llamado Pacto Espacial. Luego llegó el Tratado de la Luna y Otros Cuerpos Celestes (de 1979 y en vigor desde 1984) que aclaraba que "el espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional, mediante reclamación de soberanía, por medio del uso o la ocupación, ni por ningún otro medio". En términos jurídicos se puede decir que los cuerpos celestes no son res nulius (es decir, "cosa de nadie"), por lo que no son susceptibles de apropiación, lo mismo que sucede, por ejemplo, con los fondos marinos y con la Antártida. El principio de beneficio común es el que favorece que las conquistas deban ser compartidas.
El Sistema Solar, realmente, no es de nadie, y los que han comprado parcelas de un cuerpo celeste en alguno de esos mercadillos cósmicos que han surgido en los Estados Unidos, deben saber que sus títulos de propiedad son tan válidos como si un notario abriera ahora el testamento de Adán.
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