A principios del siglo XIX, el químico francés Joseph Louis Gay-Lussac llegó a una conclusión extraña, pero totalmente lógica, respecto al efecto de la temperatura sobre los gases. Empezó por darse cuenta de que éstos, al igual que todas las demás sustancias, se contraen al enfriarse. Sus observaciones demostraron que a una temperatura de –270° C cualquier gas se esfumaría, pues se contraería tanto que no ocuparía ningún espacio, y ocurriría lo imposible: la materia desaparecería.
Medio siglo más tarde, el físico escocés William Thomson (lord Kelvin) encontró la respuesta a este enigma. Demostró que la temperatura de una sustancia indica en realidad la rapidez con que se mueven sus moléculas. Este movimiento requiere de espacio. Cuando un gas se enfría, sus moléculas necesitan menos espacio para circular. Thomson aplicó esta depurada teoría para determinar que cualquier molécula de gas se estancaría totalmente a –273.15° C. De ahí se dedujo que nada podía alcanzar una temperatura más baja que ésta, a la que ahora se conoce como "cero absoluto" o cero Kelvin (0°K).
Como Kelvin había demostrado cómo depende la temperatura del movimiento de las moléculas, se hizo necesario reconsiderar la conclusión de Gay-Lussac.
Cuando un gas alcanza una temperatura de 0°K no se contrae hasta desaparecer, sino que primero se licua —algunos incluso se solidifican—, después se contrae casi del todo; y entonces es prácticamente imposible extraer la energía restante que mantiene a las moléculas en movimiento. En realidad, el estado imposible no era el del gas "esfumado", sino una temperatura tan baja como el cero absoluto.
Los científicos no se amedrentan ante los retos y aún intentan alcanzar ese límite fugaz. La temperatura más baja obtenida hasta ahora requirió del uso de sofisticada tecnología para reducir la energía magnética del etilsulfato de cerio y así minimizar su calor. Su temperatura descendió a 0.00002°K; es decir, dos cienmilésimos por arriba del cero absoluto.
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