Los laboratorios buscan el detergente universal por medio de las enzimas, pero cada una de estas proteínas es eficaz solamente con un tipo de mancha.
Quién lo diría. En estos tiempos de biotecnología sorprende descubrir que no es algo tan moderno como creíamos. Cuando en la 'Ilíada' o en la 'Odisea' se describe el uso del cuajo de estómago de cordero o cabrito para la elaboración del queso, nos hablan de lo que hoy se conoce como "tecnología enzimática". Lo mismo sucedía a la hora de tratar el cuero. Para hacerlo suave y agradable al tacto, hay que eliminar parte de las proteínas que contiene. Si no se hace, lo único para lo que sirve es para suela de zapato.
Como todos sabemos, las enzimas son proteínas. Presentes en todos los seres vivos, actúan como catalizadores, ósea, son sustancias que facilitan las numerosísimas reacciones que nos mantienen con vida. Así, una enzima que esté encargada de unir dos moléculas pequeñas será como la pieza de un rompecabezas: tendrá dos oquedades en donde se coloquen dichos compuestos que la enzima induce a unirse. En el caso de los detergentes, las enzimas se utilizan por otra de sus características únicas: su especificidad.
Por ejemplo, las lipasas degradan exclusivamente las grasas. La importancia de este hecho está en que, gracias a su labor, el contenido de compuestos tensoactivos —que disminuyen la tensión superficial del agua, para facilitar la limpieza—, que contaminan el medio ambiente, puede reducirse de forma significativa.
Además, gracias a ellas el lavado no precisa que el agua esté muy caliente, ni se necesita frotar mucho las prendas, algo que reduce la vida útil de la ropa. Pero no todo puede ser miel sobre hojuelas. Esta especificidad también tiene sus inconvenientes. Y es que todavía hay manchas que se resisten a la acción biotecnológica: las de café, té, vino y fresas.