Escribió Lewis Carroll que a menudo preferimos un reloj que atrase un minuto al día frente a otro reloj que esté completamente parado aún cuando, dejados ambos a su libre albedrío, el segundo marca la hora correcta dos veces al día y el primero sólo lo hace una vez cada dos años.
Objetará el lector escéptico que un reloj estropeado no es útil, pues no podemos saber (si sus agujas indican las ocho en punto, por ejemplo), cuándo es realmente la hora correcta. "Bastará con no despegar la vista de la esfera y esperar a las ocho en punto", respondería el escurridizo Carroll. En cualquier caso, el reloj que atrasa no es mucho más útil si no se dan ciertas circunstancias especiales; a saber: conocer la demora de su velocidad y poder intervenir en él para corregirlo (o bien saber cuál fue el último instante en el que acertó y calcular periódicamente la diferencia de sus indicaciones con respecto a la realidad).
Por su parte, Bertrand Russell argumentaría con lúcida sencillez, que a pesar de que para un reloj detenido haya un instante en el que sus manecillas señalan la hora exacta, la información en dicho momento puede ser correcta, pero no es en esencia la verdad.
¿Cuáles son nuestros márgenes de error aceptables? ¿Aporta el movimiento más información que la estaticidad? Sin entrar en estos detalles y en otros afines (como las paradojas de Zenón), me quedo con el dato de Russell para aplicarlo al juicio crítico cotidiano: una información correcta no es necesariamente la verdad.
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