El mundo recupera una pintura excepcional gracias a la perspicaz mirada de un amante del arte
El cuadro llevaba casi 60 años colgado sobre el aparador del refectorio. La gente decía que necesitaba una buena limpieza, pero eso no le importaba a la pequeña comunidad de jesuitas que vivía en aquella casa de la calle Lower Leeson, en Dublín. Para ellos el cuadro no era sino una pieza más del viejo mobiliario.
Sin embargo, en el verano de 1990 soplaron vientos de cambio en la casa: se quitaron las alfombras, se pulieron y lustraron los pisos, y se repintaron las paredes. Al ver que era una buena ocasión para hacer que un experto revisara la pintura, el padre Noel Barber, superior de la comunidad, telefoneó a la Galería Nacional de Irlanda.
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La captura de Cristo, Galería Nacional de Irlanda |
Fue así como Sergio Benedetti, restaurador de pinturas, se dirigió a la residencia jesuita una mañana de agosto. Le agradaba esa clase de salidas, pues le brindaban la posibilidad de llevarse una sorpresa. Había estudiado en el Instituto Central de Restauración, en Roma, la escuela de restauración de obras artísticas más antigua del mundo, y una de las más prestigiosas, y tenía la ilusión de hacer un gran hallazgo algún día. Pero, a sus 47 años de edad, comenzaba a pensar que no podía pasarse la vida alimentándose de esperanzas.
Cuando entró en la casa, el cuadro, de 1.20 metros de alto por 1.70 de ancho, se encontraba en la biblioteca, apoyado contra un estante de libros. Al verlo, una fuerte sensación de estar ante algo conocido lo obligó a apartar la mirada. No daba crédito a lo que había visto.
Se puso a examinar los otros lienzos de la biblioteca, pero ninguno tenía nada de particular. Por último, volvió a posar los ojos en la enorme tela y su elegante marco dorado. ¿Será posible?, se preguntó. La pintura estaba oscurecida por un barniz amarillento y una gruesa capa de polvo y grasa.
Benedetti se arrodilló frente a ella. Aunque la mugre ocultaba muchos detalles, el experto reconoció la composición y el estilo del pintor. Al centro se veía la figura de Judas, que, con la mano aún apoyada en el hombro de Cristo, acababa de darle el beso de la infamia; a la derecha del traidor estaban los soldados, cuyas armaduras reflejaban la luz mortecina, y, en la esquina superior derecha, un hombre casi indistinguible sostenía una lámpara en alto.
El experto se acercó para mirar los rostros de Judas y de Jesús, y en la parte inferior del marco vio una placa que identificaba la obra como "La traición de Judas", de Gerrit van Honthorst. Pensó que era un error.
Se volvió entonces al padre Barber y le dijo:
—Me parece que esta es la mejor pintura, pero, para estar seguro, quisiera llevármela para examinarla con detenimiento.
El religioso accedió, y el restaurador volvió a la galería con la prisa de quien debe atender una urgencia. Brian Kennedy, el nuevo subdirector de la institución, lo miró con ojos inquisidores.
—Ese cuadro tal vez sea más importante de lo que suponen los jesuitas —dijo Benedetti—. Creo que es un Caravaggio.
Según los registros oficiales, hoy día se conservan menos de 60 obras de Michelangelo Merisi da Caravaggio. Este revolucionario artista de fines del siglo XVI y principios del XVII, que trabajó sobre todo en Roma, plasmó temas religiosos con sorprendente naturalismo, utilizando personas de baja extracción como modelos. Por lo demás, fue un individuo impulsivo y violento, que en 1606 mató a un hombre por una apuesta. Cuatro años más tarde, a los 38 de edad, murió a causa de una fiebre.
Con el correr de los siglos se han perdido 30 de sus obras, y, según los cálculos de algunos historiadores del arte, una sola de ellas podría valer 30 millones de dólares, o más.
En Italia, Benedetti había limpiado y restaurado cientos de pinturas, pero nunca un Caravaggio. Conoció a su esposa, que es irlandesa, en Roma, donde ella estudiaba italiano. En 1977 la pareja se enteró de que un restaurador de la Galería Nacional de Irlanda había renunciado, de modo que Benedetti solicitó el puesto, y lo consiguió. Cuando ya llevaba 13 años en Irlanda dedicado a identificar cuadros, remendar lienzos y remozar retablos, hizo aquel hallazgo, que, según pensaba, sería la culminación de su carrera.
Brian Kennedy y él fueron de inmediato a hablar con el director de la galería, Raymond Keaveney, que era experto en arte italiano.
En su opinión, hallar un Caravaggio en Dublín era punto menos que imposible, pero el entusiasmo de Benedetti lo hizo tomar en serio sus conjeturas.
Los tres expertos coincidieron en que lo primero que debían hacer era someter la pintura a un riguroso examen. Luego, en caso de comprobar su autenticidad, tendrían que averiguar su historia: de dónde había salido y cómo había ido a parar a esa ciudad.
Pero debían actuar con suma discreción, pues la noticia del hallazgo podría propagarse en cuestión de horas. Keaveney se imaginó a los comerciantes en arte de Londres, Nueva York, París y Roma formados a la puerta de los jesuitas con las chequeras en las manos.
Convinieron en mantener en secreto el asunto. Benedetti se comprometió a realizar la investigación y a ofrecer conclusiones indiscutibles.
—Si nos equivocamos —advirtió Keaveney—, haremos un papelón.
Benedetti volvió a la residencia de los jesuitas, envolvió cuidadosamente el cuadro y lo trasladó al taller de restauración de la galería. Al quitarle el marco, de estilo neoclásico, pensó que podía serle útil para indagar la procedencia de la obra.
Notó que un restaurador había pegado un lienzo nuevo sobre el revés del original (operación llamada reentelaje), y que era urgente hacerlo una vez más para evitar el descascaramiento de la pintura.
Keaveney fue al taller a echar un vistazo. Había visto muchos Cara vaggios, y al observar el cuadro de los jesuitas lo asaltaron las dudas.
—No sabría qué decirte, Sergio —comentó.
Benedetti no se inmutó; estaba convencido de que aquel era un Caravaggio, e iba a probarlo.
Bajo la capa de suciedad y barniz, la superficie de la pintura parecía estar en perfecto estado, y el resquebrajamiento (la trama de grietas que se forman cuando la pintura se seca y encoge) correspondía al de un cuadro de 400 años de antigüedad.
El restaurador extendió una delgada capa de pegamento muy diluido sobre el frente del lienzo, y luego cubrió la superficie con papel de seda para evitar la pérdida de escamas de pintura. Colocó después el cuadro boca abajo sobre una mesa y comenzó a desprender el refuerzo de tela. Trabajó lenta y metódicamente, valiéndose a veces de una cuchilla.
Una vez que quitó el refuerzo y pegó uno nuevo, volteó el lienzo y, con una pesada plancha de sastre, alisó el papel de seda para fijar las escamas que se hubieran desprendido.
Luego quitó el papel y empezó a limpiar la superficie. Conforme iba desvaneciendo la capa de mugre con ayuda de solventes, la mano del autor empezó a mostrarse. Delgada en algunos sitios, gruesa en otros, la pintura se había aplicado apresuradamente, como al descuido. Ese era un rasgo peculiar de Caravaggio, y sin duda ningún imitador se habría atrevido a trabajar así.
Poco a poco, la obra fue revelando sus secretos. Benedetti descubrió el esbozo de una oreja que se traslucía de una capa inferior de pintura, un par de centímetros arriba del lugar donde el artista había pintado finalmente la oreja de Judas. Se han descubierto esbozos semejantes en otras obras de Caravaggio, que solía usar las orejas como puntos de partida. Además, el pintor había corregido un error en la cadera de uno de los soldados agrandando el cinturón; era improbable que un imitador hubiese cometido adrede esa clase de equivocaciones insignificantes.
Con base en reproducciones conocidas del cuadro, los historiadores del arte habían conjeturado que el hombre de la lámpara era el autorretrato de Caravaggio. Para Benedetti, el maestro italiano seguía vivo en aquella pintura.
El restaurador dejó el cuadro en un caballete, cubierto con un paño verde, para dedicarse a la tarea de desentrañar el enigma de su procedencia. Sabía que la primera descripción detallada de la pintura había aparecido en un libro escrito en 1672 por un conocedor llamado Giovanni Pietro Bellori. Tres siglos más tarde, Roberto Longhi, especialista en la obra de Caravaggio, se basó en el libro de Bellori para identificar cuatro reproducciones de "El prendimiento de Cristo". Posteriormente se hallaron unas diez copias más, en su mayoría burdas, por lo que fueron relegadas al olvido.
Benedetti también dio con una pista importante en un artículo escrito en 1969 por Longhi. Este señalaba que un cuadro llamado "El prendimiento de Cristo" (más tarde titulado "La traición de Judas"), atribuido a Van Honthorst y vendido en 1802 a un escocés llamado William Hamilton Nisbet, era en realidad un Caravaggio.
En el otoño de 1990, Benedetti halló otros datos sobre la historia del cuadro en unos artículos de dos eruditos italianos. Resultó que Caravaggio lo había pintado para un opulento aristócrata, Ciriaco Mattei, en los inventarios de cuyos descendientes la obra figuró durante casi 200 años. Luego, inexplicablemente, el registro de 1793 no incluía ninguna pintura de Caravaggio, pero sí un "Prendimiento de Cristo", de Van Honthorst.
Por entonces, según revelaban los archivos, la familia Mattei estaba en apuros de dinero y había comenzado a desprenderse de sus tesoros artísticos. El 1 de febrero de 1802, el duque Giuseppe Mattei vendió "El prendimiento de Cristo" y otras cinco pinturas a Nisbet. Casi 120 arios después, el 16 de abril de 1921, un heredero del escocés ofreció el cuadro en subasta en la Casa Dowell's de Edimburgo. Desde entonces se le había perdido la pista.
BenedettI viajó a Edimburgo. En la Galería Nacional de Escocia, comparó los marcos de las pinturas que la familia Nisbet había donado a la institución con el del cuadro de los jesuitas: eran idénticos.
En otra visita a la misma ciudad, descubrió las actas de la venta de 1921.
Según parecía, la casa de subastas había fijado a "El prendimiento de Cristo" una postura mínima de ocho guineas (unos 32 dólares), pero como nadie ofreció ni siquiera esa cantidad, el establecimiento se quedó con el cuadro.
Aunque el restaurador estaba convencido de que la pintura era auténtica, sabía que necesitaba el aval de alguna eminencia. En el otoño de 1992, durante una visita a Italia, reconoció a un anciano caballero que estaba sentado solo en un banco en una galería de Bolonia. Se trataba de Sir Denis Mahon, decano de los estudiosos de Caravaggio desde el fallecimiento de Longhi, ocurrido en 1970.
Benedetti lo saludó y, luego de conversar unos minutos con él, le dijo en voz baja:
—Creo que encontré "El prendimiento de Cristo".
— ¿El Caravaggio? ¿Dónde? —exclamó Mahon, escéptico.
—No lo va a creer: en Dublín. ¿Por qué no va a verlo con sus propios ojos?
—Tengo que verlo —contestó el anciano.
Seis meses después, Mahon visitó la Galería Nacional de Irlanda. Su anfitrión había llevado el cuadro a la oficina de Keaveney. El experto se puso ante la pintura, apoyado en su bastón; se fue acercando poco a poco a la tela, hasta casi tocarla con la nariz, y luego se volvió a, Benedetti y le tendió la mano.
-¡Lo felicito, Sergio! —dijo.
El padre Barber recibió la noticia con la sorpresa que era de esperar. A él y a los demás jesuitas les correspondía colocar la última pieza del rompecabezas: ¿cómo había cruzado la pintura el Mar de Irlanda y llegado a sus manos? Al afanarse en dar con la respuesta, los religiosos recordaron que el cuadro les había sido donado en los años treinta por una doctora llamada Marie Lea-Wilson, que había acudido a ellos en busca de consejo espiritual. No obstante, ignoraban cómo lo había adquirido ella. La mujer no tuvo hijos ni herederos, y murió en 1971, a los 83 años de edad.
En octubre de 1992, la Galería Nacional de Irlanda invitó a los jesuitas a ver el cuadro restaurado. La pintura estaba reluciente a causa de la nueva capa de barniz. Después de admirarla por espacio de varios minutos, el padre Barber se volvió a su superior y dijo:
—Creo que lo más sensato es dejar que la galería conserve el cuadro. Encantado, Benedetti exclamó: — ¡Es un acto de generosidad extraordinario, padre!
En la actualidad, la Galería Nacional de Irlanda recibe todos los días cartas dirigidas a Sergio Benedetti. No hace mucho, una persona abordó al restaurador en la calle y le pidió su autógrafo. La Fundación Roberto Longhi, de Florencia, lo invitó a dictar una conferencia sobre la obra recuperada. "En mi opinión", reconoció, "eso equivale a tener el honor de ir a celebrar misa en la basílica de San Pedro".
Cuando le preguntan cuáles son sus planes, contesta con una amplia sonrisa: "Dar con otro Caravaggio".
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