En medio del esplendor solemne de la Ciudad del Vaticano, ondea una bandera que, pese a su simplicidad aparente, custodia siglos de historia, poder y espiritualidad. Un lienzo cuadrado, dividido en dos mitades: la izquierda dorada como el sol, la derecha blanca, aunque más justo sería decir plateada, como la luz que emana de los metales sagrados. Es la insignia del país independiente más pequeño del mundo, pero también la representación viva del último eco de una teocracia milenaria. Esta bandera, más que un símbolo de Estado, es una síntesis heráldica del papado mismo. Sus colores —oro y plata— no fueron elegidos al azar ni por simple estética: se remontan al año 1808, cuando fueron asumidos oficialmente como emblemas del pontífice romano. Oro y plata, en su lenguaje simbólico, representan las dos llaves que, según la tradición, Cristo entregó a San Pedro: una de oro para abrir las puertas del cielo; otra de plata, para cerrar las del infierno. Las llaves cruzadas no solo s...